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Aquellas pequeñas cosas | Semana #6

Un destino

Febrero ha empezado de un modo que jamás hubiese imaginado. Siempre recordaré ya cómo fue su primera semana: su sabor, su olor, los sonidos, sus atardeceres y, especialmente, sus amaneceres, como este que se ha quedado tatuado en mi retina:

Amanecer La Gomera FLG

Es La Gomera, ese lugar maravilloso en el que terminé por un mensaje que cambió mis planes. Un coronavirus, ¡quién lo diría!, me llevó hasta allí, así que, aunque suene raro, siempre le estaré agradecido por haberme descubierto un rincón de España que desconocía y del que me he quedado totalmente enamorado. La gente y su amabilidad, sus paisajes, su clima, su gastronomía… Ya estoy organizando mi próximo viaje a las Islas Canarias, no digo más.

La Gomera 2 FLG

Un discurso

El domingo se celebraron los Oscars. Me gusta lo que ha pasado con Parásitos. Si es un peliculón, se le reconoce como tal, sin temores, sin reticencias. Me alegra que, de esta forma, se rompan moldes y que, por fin, se abran las mentes.

Y una forma de hacerlo, abrir mentes, se consigue desde el respeto, la tolerancia y la admiración hacia todo aquello que, aunque diferente, nos puede hacer mejores. Por eso, me quedo con el discurso de Joaquin Phoenix al recoger su Oscar como mejor actor por Joker.

“Uno de los principales dones es la posibilidad de utilizar nuestra voz para los que no tienen. He pensado mucho las condiciones que nos enfrentamos, hablemos de desigualdad de género, de racismo, de LGTB, de los animales… la lucha contra las injusticias. Un pueblo, una raza no tiene derecho a explotar a los otros con impunidad. Nos hemos desconectado mucho del mundo natural y estamos en un mundo egocéntrico y explotamos nuestro entorno para nuestro bien”.

Joaquin Phoenix. Hollywood (Los Ángeles). 9 febrero 2020.

F.

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Aquellas pequeñas cosas | Semana #5

Una librería

La RAE define valiente a aquella persona “capaz de acometer una empresa arriesgada a pesar del peligro y el posible temor que suscita”. Puede que abrir una librería a estas alturas sea una de esos riesgos peligrosos y temibles. Pues bien, hay quien es capaz de hacerlo por el simple y humilde deseo de ser feliz y hacer feliz a los demás.

Hace bastante tiempo que conozco a Beatriz, aunque la realidad no es así del todo. No nos habíamos visto en persona a pesar de que compartimos gustos lectores en redes sociales. Hace unos días abrió Re-Read Guzmán el Bueno, su librería de segunda mano en Madrid y me acerqué a conocerla: a ella y a su pequeño espacio repleto de libros. Allí encontré esta joya que llevaba tiempo deseando tener y que ya forma parte de mi librería.

Libro FLG

Un musical

El miércoles fui a ver el musical Flashdance y sí, me dieron ganas de ponerme a bailar. Obviamente, no lo hice. Pero sí conté mi experiencia en la página web de Teatro Madrid:

https://teatromadrid.com/recomendacion/flashdance-el-musical-fran-lopez-galan-82771

Un lugar

A veces un mensaje lo cambia todo. En mi caso fue: “Fran, ¿podrías hacer la maleta para varios días? Te vas a La Gomera”.

Fue un viaje de trabajo, sí, pero la semana no pudo terminar mejor. Estar cerca del mar, del océano en este caso, es una de las cosas más sencillas y emocionantes que hay. Ha sido mi bautismo en el archipiélago canario y no me pudo gustar más.

La Gomera FLG

F.

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Aquello que ya no está

A menudo pienso en las cosas que ya no existen o que ya no están pero que, de algún modo, siguen ahí. De un tiempo a esta parte me pasa lo mismo con las personas. ‪

Hoy hace justo un año, mi amiga N. se tuvo que ir. Y no lo hizo porque así lo quisiera, sino porque la vida le obligó.  ‪

La tarde en la que supe que acababa de irse, el cielo se nubló de repente y comenzó a llover. La típica tormenta de verano, pensé. Duró apenas unos minutos. Recuerdo que el agua cayó como las malas noticias, a bocajarro. Enseguida el cielo volvió a despejarse, como si no hubiera pasado nada. Pero, en realidad, había pasado todo. Desde entonces, no hay día en que ella no se cuele entre mis pensamientos. Y da igual que esté yendo a por el pan o intentando conseguir cerrar una entrevista con el mismísimo Papa Francisco. Es algo que, tal vez en otra circunstancia, podría llegar a asustarme. Sin embargo, me gusta. Mucho. Incluso lo considero necesario.  ‪

Unos días después, viajé al País Vasco junto a A. y C. para el funeral de N. Brillaba el sol como pocas veces lo he visto. Pero, de repente, unos minutos antes de entrar en la iglesia, escuchamos truenos y vimos cómo una masa oscura empezaba a cubrir el cielo. Al salir, ni rastro de la lluvia; el sol volvía a cegarnos.  ‪

Esta mañana, al despertarme, he caído en la fecha y, de forma instintiva, lo primero que he hecho ha sido mirar por la ventana para ver cómo se presentaba el día. Despejado. Después de comer, decidí ir al río para sentarme en el césped y leer un rato. Durante toda la tarde el sol no ha dejado de brillar y, por alguna extraña razón, he estado esperando a que el cielo se nublase. O peor, que empezara a llover.

He cerrado el libro, recogido la toalla y he caminado unos metros. Justo hasta el sitio que se ve en la imagen.

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Parece césped sin más. Sin embargo, ahí, exactamente en ese lugar, hace unos años había dos árboles bajo cuya sombra mi amiga M. y yo hemos pasado miles de tardes de verano durante muchos años de nuestra adolescencia y parte de nuestra juventud.

‪Al pararme allí, he caído en la cuenta de que no hace falta que el cielo se nuble para sentir la tormenta. Hay cosas y personas que ya no están, sí, pero que no las podamos ver no significa que se hayan ido para siempre.

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Un lugar para perderse

La niebla acariciaba los prados y hacía que el paisaje fuese más acogedor. Giré con el coche a la derecha en un desvío y conduje siguiendo una carretera en la que no llegué a cruzarme con nadie durante todo el trayecto, de unos pocos kilómetros. Era una de esas carreteras que no pueden considerarse ni siquiera secundarias pero que llevan a lugares a los que no llegan ni las mejores autopistas de peaje.

Al llegar al final, la niebla había desaparecido y las vistas eran espectaculares. Apagué el motor y me bajé del coche.

Silencio.

No hay nada mejor que perderse en los lugares más recónditos y más solitarios para encontrar espacios donde sentirse realmente vivo.

Caminé hacia el final del trayecto que, al mismo tiempo, era el principio de otro.

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Aunque suene a contradicción, los faros son uno de los mejores lugares para perderse, a pesar de que se utilizan precisamente para que eso no les suceda a quienes buscan su luz para guiarse.

Asturias ha sido, en los últimos días, un lugar perfecto para perderme. Y al perderse, uno descubre que la felicidad está en los sitios más simples y dispares.

Descubrí que está al otro lado de esta ventana, donde una artista que había estudiado en Salamanca, mi tierra, sigue con la tradición de su padre pintor.

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También está entre la maraña de cuerdas de quienes salen a faenar cada mañana y vuelven cuando el mar se ha tragado el sol.

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Está en las historias de un pasado de esfuerzo y trabajo incesantes.

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Y en las manos arrugadas que dan vida y color a pueblos que se resisten a desaparecer y a ser olvidados.

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Asturias es, sin lugar a dudas, un buen lugar para perderse.

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El viaje

Quedaban pocos minutos para aterrizar y nuestro avión comenzó a temblar, exactamente igual que las manos de aquella chica que viajaba delante de mí. Las turbulencias no hacían más que confirmar la evidencia de su fobia a volar. Y para colmo, la estadística le había concedido, muy a su pesar, uno de los asientos en las salidas de emergencia, justo al lado de la ventanilla, por donde tendrían que salir los pasajeros en caso de accidente.

Era muy joven. No superaba el cuarto de siglo y posiblemente no fuera su primer viaje en avión, pero estaba claro que hubiese preferido tener a su nerviosismo sentado bien lejos de ella, al fondo del pasillo.

En una de esas leves sacudidas, mientras el piloto obtenía el permiso para descender, no se lo pensó dos veces y buscó tranquilidad sacando el brazo por el hueco entre los asientos. Palpó hasta dar con una mano cómplice para aferrarla con fuerza. Un chico, tan joven como ella, viajaba justo detrás, a mi lado. Aferró su mano y, sin hablar, supo cómo tranquilizarla. Una caricia, un leve apretón, bastó para decirle: “tranquila, estoy aquí”.

Los viajes también son eso, abrirse a lo desconocido, aunque asuste. A veces se tiembla, pero siempre hay alguien o algo a lo que aferrarse. Y solo así es posible descubrir lo fascinantes que pueden ser otros lugares aunque estén a diez o a diez mil kilómetros de ti. Lugares que están formados, a su vez, por gente que, en algún momento, también ha buscado esa mano cómplice detrás de algún asiento.

A punto de aterrizar comencé a pensar en algunas de las historias que había conocido durante el viaje que estaba a punto de terminar.

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Sonreí al recordar a Francesca, una joven amante del arte y la literatura que, amablemente, me abrió su casa para pasar unos días inolvidables en Cagliari, la capital de Cerdeña. Sus cuadros, los libros repartidos por toda la casa, las fotos… Todo hablaba de su personalidad forjada por sus experiencias y viajes por todo el mundo.

Escuché de nuevo en mi memoria la voz de Antonia, una dominicana que llevaba más de treinta años en Olbia, una ciudad en el noreste de la isla. Había dejado su tierra, parte de su familia y amigos para empezar una nueva vida a miles de kilómetros de casa pero sin dejar de recordar ni un solo día sus raíces.

En una pequeña plaza en el centro de Olbia, justo al lado del puerto, pasaba cada tarde aquel señor mayor que disfrutaba compartiendo su pasión por el cine. Cuatro sillas, una tela blanca roída y un proyector, que bien podrían contar sus propias historias de un largo pasado, eran suficientes para hacerle feliz. Lo verdaderamente curioso era que él no miraba la película, se la sabía de memoria, sino que tenía los ojos puestos en los espectadores, quería sentir y vivir, también como espectador, la reacción del público al ver la película. Para él nunca cambiaba la historia en la sábana blanca, pero sí las caras de quienes se paraban delante de ella.

En Cala Gonone, una pequeña población rodeada de calas con un agua increíblemente transparente, conocí a una joven camarera de Milán. Había decidido cambiar los atascos, la multitud y el ruido por la tranquilidad y la brisa mediterránea de aquella zona al este de la isla. Conocía España y hasta se atrevió con el español con un curioso acento andaluz. La culpa la tenía, contó, un novio que había tenido durante su etapa de estudiante Erasmus en nuestro país.

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Volví a pasear mentalmente por el atardecer dorado de Alghero. Entre sus callejuelas estrechas me había topado con la música de Camino, una joven catalana que, guitarra en mano, había decidido correr el riesgo de dar a conocer su música lejos de casa.

El avión volvió a dar una nueva sacudida cuando las ruedas tocaron el asfalto y comenzamos a frenar.

Vi cómo las manos de mis compañeros de viaje seguían unidas y solo se separaron cuando el piloto frenó del todo.

Mi viaje había terminado, quizá el de aquella joven pareja no había hecho más que empezar.

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Saudade

Te recibe con una bienvenida férrea, robusta y elegante. A lo lejos, el mar de tejados rojos atracado a orillas de un río que nada tiene que envidiar al mar. Te acoge incluso antes de llegar, te tiende la mano con gratitud y generosidad. Porque eso es Lisboa: da tanto que es imposible devolvérselo. Es tradición y es historia; es modernidad y es cambio.

Lisboa es un amanecer de reflejos dorados. Son sus pasteles de nata recién horneados; es el aroma a café. Es sabor. Olor. Es color.

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Lisboa son sus plazas, sus grandes avenidas y sus irregulares calles. Son sus adoquines que son uno y a la vez son miles. Es su decadencia. Son sus azulejos.

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Lisboa es una invitación a perderse y hacerlo allí es donde la palabra cobra sentido. Es una taza de té entre millones de libros. Es perderse en el eclecticismo de una antigua fábrica reconvertida.

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Lisboa es una mujer que te invita a cruzar una verja y a caminar lentamente hacia ese rincón escondido que es un palco con vistas espectaculares hacia un escenario único.

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Es su Catedral que sorprende al bajar o al subir, de lejos y de cerca. Son sus minúsculas tiendas. Es su gente.

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Lisboa es una farola tenue que ilumina lo más simple. Es un anciano que te mira y te sonríe cuando pasas junto a él. Es un niño que descubre la belleza como si fuera la primera vez.

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Lisboa es el traqueteo de un vagón del tranvía 28 que fluye por las estrechas y empinadas calles de la Alfama. Es la voz de un fado que desgarra el atardecer. Lisboa es el día; es la noche.

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Lisboa son sus historias. Es un paseo en el horizonte. Es un principio, pero, también, un final.

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Es añoranza, es nostalgia. Lisboa es saudade.

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Si queréis ver más fotos, podéis visitar mi perfil de Instagram.

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Lo que pasa cuando no pasa nada

He pasado horas con el mismo sonido de fondo. Ha salido el Gordo e imagino la alegría de muchos que, a estas horas, deben estar celebrándolo. Sí, les ha cambiado la vida. Un poco, al menos. Son felices.

He hecho referencia al sonido, sí. Aunque, aquí y ahora, me gustaría hablar sobre su ausencia. Es decir, sobre el silencio.

Volví a casa de mis padres hace tres días. Es Navidad y tengo unos días de vacaciones. Estoy a unos trescientos kilómetros de Madrid y como a unos diez grados menos de temperatura. O más. Seguramente muchos más. Pero aquí hay algo que, por mucho que lo busque allí, no lo hay. Silencio.

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Llevo tres noches haciendo exactamente lo mismo. Cuando en este rincón al oeste del país comienza a irse el día por el horizonte y el sonido por algún otro lugar que aun no he conseguido descubrir, muevo ligeramente la cabeza y miro hacia arriba. Nada más. Cada vez que veo todas esas estrellas que brillan como si fuera lo último que fueran a hacer, pienso cómo es posible vivir sin poder hacerlo a diario. Sin verlo a diario. Sin escucharlo a diario.

Me gusta escuchar el silencio. Y verlo. Porque, a veces, no nos damos cuenta de todo lo que pasa cuando no pasa nada.

No es el Gordo, pero también me hace feliz.

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Una cosa brillante en la nariz

Hace justo una semana estaba poniendo el árbol de Navidad en casa.

Siete días. Han pasado siete días y, mire donde mire, hay algún punto de purpurina. En el respaldo de una silla, en la planta que hay sobre la mesa del salón, en el cojín pequeño al lado izquierdo del sofá, en la cinta de la persiana, incluso en la persiana. ¡Por fuera! Incomprensible. Totalmente incomprensible. Podría decir que no existe material más indestructible que la purpurina si no fuera porque no es verdad. O quizá sí.

Importa poco que hayas pasado tres veces la aspiradora, siete la mopa o si te has tirado de rodillas al suelo para, una a una, recoger cada diminuta mota de brillo que, misteriosamente, ha inundado la casa.

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Nota mental: cuando cogiste aquella estrella decorativa rebozada en brillo cual filete empanado jamás pensaste que vivirías entre diminutas motas doradas el resto de tu vida. Pero ahora te das cuenta de que quizá la estrella tenía que haber sido simplemente dorada, sin purpurina, ese mal ancestral.

Hace siete días me lavé las manos hasta eliminar alguna capa de la piel. Estoy seguro. Aun así, allí seguían. Fijas. Inmóviles. Puntos brillantes jugando entre las líneas de las huellas dactilares. Como si cada dedo se hubiese convertido, por sí solo, en un árbol de Navidad, con sus luces y sus adornos. Y ahí siguen. No en las manos, solo faltaría, pero sí en los lugares donde jamás pensarías que podría llegar la purpurina. Estás leyendo un libro en tu cama y, misteriosamente, al pasar la página, descubres tres puntos dorados entre los párrafos segundo y tercero. Miras entonces al techo como para lamentarte de su constante presencia y descubres que, al lado de la lámpara, hay otros cuatro o cinco. ¡Es imposible! Si árbol está en el salón, ¡¿cómo han llegado hasta allí?! Vas al baño a lavarte los dientes y, desafiantes, dos luciérnagas de plástico inmortal te miran desde la toalla. Intentas retirarlas con el mayor de los cuidados pero irremediablemente se instalan de forma estratégica entre tus dedos donde sobrevivirán, aunque no quieras, durante horas, días, meses… Ellas tienen el control.

Conociendo su capacidad de supervivencia, ahora con los años pienso que quizá alguna de estas motas me haya perseguido desde de mis clases de Plástica en Primaria. Aquellas en las que vaciabas botes de purpurina multicolor sobre una cartulina para diseñar la postal navideña más original posible.

Hace siete días deseé ver el árbol instalado. Con sus luces y sus bolas. Hace exactamente siete días lamenté también tener el árbol instalado. Con sus luces, sus bolas y la estrella con purpurina. Pero llega la Navidad. Hacía muchos años que no decoraba un árbol y tenía especial ilusión por hacerlo. Ahora, no pienso en otra cosa que en el día que tenga que desmontarlo. No sé si será mejor quitar la estrella lo primero o dejarla para el final.

Hace siete días que llevo recogiendo puntos brillantes por donde quiera que vaya. Esta mañana me he levantado con miedo a que, al salir de entre las sábanas, un ejército de puntos me estuviera esperando tras la puerta de la habitación. He salido con cautela al pasillo; he entrado en el baño casi de puntillas para no hacer ruido. No he visto ninguno. Ni en las manillas de las puertas, ni en las paredes, tampoco en la toalla. Nada en la cocina. Tampoco entre mi ropa. Nada. Pensé que habían desaparecido pero cuando he bajado a hacer la compra, la dependienta me ha mirado con una expresión de maternal ternura y ha sentenciado: “¡Uy, tienes una cosa brillante en la nariz!”.

Me rindo.

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Llegas tarde

Odio esperar. Mucho. Mejor dicho, odio que me hagan esperar.

Aunque suene contradictorio, tengo mucha paciencia. Puede que demasiada. Me explico. Si tengo que esperar en una cola durante un tiempo superior al que debería ser habitual, no suelo quejarme. Me espero. Y, de hecho, lo hago pacientemente. Otro ejemplo: si tengo que ver el atardecer de Madrid metido en un coche en pleno atasco en la M-30, me fastidia, pero intento disfrutar del atardecer que, por otra parte, suele ser bastante bonito. Creo que es algo en lo que la gente que es de Madrid o que lleva mucho tiempo viviendo en esta ciudad no presta atención.

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Pero no quiero haceros perder el tiempo leyendo teorías que no vienen al caso. A lo que iba. Odio que me hagan esperar. Es decir, si hemos quedado a una hora concreta y en un lugar determinado, ¿por qué mucha gente llega (siempre) tarde? No lo puedo entender. Quizá haya alguna explicación. Lo comprendería si fuera simplemente eso. Pero casi nunca la hay. Lo que no falta es la estudiada y poco original excusa. Está la típica de “el metro no llega” o la ya manida “acabo de perder el metro delante de mis narices”. También está la de “con este atasco, el autobús urbano no puede ni moverse, ¡y mira que he salido con tiempo!”. Ja. Con tiempo he salido yo para llegar a la hora. Tú no. Y me mata el “estoy llegando” cuando en realidad no lo estás. No lo estás; ni llegando ni aquí.

Creo que cualquier persona entiende que no es lo mismo esperar para tomar un café, un vino o para dar un paseo, si para todo ello no hay prisa, que esperar para llegar a algún lugar determinado a una hora concreta: a la oficina, a una sesión de cine, a una entrevista de trabajo… ¿Te imaginas que tu futuro laboral dependiera de un jefe al que le mandases un mensaje para decirle que “estás llegando” a esa entrevista? Creo que la respuesta se sobreentiende sin necesidad de escribirla. El ejemplo es excesivo, exagerado. Lo sé. Seguramente la causa de dicha exageración es que llevo esperando más de quince minutos. Mejor dicho: había quedado hace más de quince minutos.

Y aquí sigo. Mientras tanto, me ha dado tiempo a hacer un barrido minucioso de Twitter y otras redes sociales, he hecho tres fotos y he retocado una de ellas, la que veis arriba; he apuntado en un cuaderno que llevo siempre conmigo varias ideas para utilizar en otro momento en este blog, he escuchado cuatro canciones de Vanesa Martín, una de ellas, dos veces, e incluso me ha dado tiempo a escribir este texto que acabas de leer.

Os dejo. Ya llegan.

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Rebobinar

Cuando decides volver a un lugar en el que han pasado y has pasado por tantas cosas –no es momento de valorarlas– ocurre siempre algo parecido: temes que los recuerdos se agolpen como el agua en una presa y que, de repente, la barrera se rompa y comiencen a caer en cascada inundándolo todo. Es conveniente advertir en este punto que la inundación no tiene por qué ser mala. Simplemente es algo que llena tu cabeza de recuerdos y esos recuerdos van unidos irremediablemente a sentimientos. Son como esas bolas de colores que la niña de la película Inside out tenía colocadas con un orden determinado y agrupadas por estructuras. A veces el agua entra con la fuerza suficiente para desordenar todo eso y la mezcla de sentimientos se vuelve un tanto extraña.

Pasé ocho años en Valladolid. Ocho. El tiempo y la distancia me han hecho apreciarla más que cuando estuve allí. Es algo de lo que me doy cuenta cada vez que vuelvo. Nuestro yo de ahora no entiende muchas de las cosas que pensaba o hacía el yo de antes.

He vuelto a pasear por muchos de los lugares por los que, hace unos años, solía pasear. Y sigo sorprendido por la capacidad que tenemos de olvidar ciertas cosas o transformarlas en recuerdos que, vistos con la perspectiva del tiempo, pierden algunos de los componentes negativos, en caso de tenerlos. La película que se proyecta ante ti es el resultado del paso del tiempo: mismo escenario, mismos personajes, mismos diálogos, pero la sensación que te deja la historia es completamente diferente. Porque quieres que sea así. Supervivencia y adaptación.

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Esta vez la ciudad brillaba de una forma especial. El director eligió un día de sol y una temperatura agradable para rodar. Repitió la secuencias del paseo por la facultad, por las callejuelas del centro e hizo planos cortos de los edificios que tanto recordaban a París al protagonista.

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La parte de la película que nunca falla es la del reencuentro con amigos, los vinos y las risas en los bares de tapas.

Del metraje se han eliminado algunas escenas o planos innecesarios y se han reforzado otros deliberadamente. Y te sientes a gusto con el nuevo remake, con la nueva versión. Te gusta el resultado.

Y mientras, sin darte cuenta, estás participando en el rodaje de otra película a la que quizá haya que cambiar algunas escenas dentro de unos años.