Quedaban pocos minutos para aterrizar y nuestro avión comenzó a temblar, exactamente igual que las manos de aquella chica que viajaba delante de mí. Las turbulencias no hacían más que confirmar la evidencia de su fobia a volar. Y para colmo, la estadística le había concedido, muy a su pesar, uno de los asientos en las salidas de emergencia, justo al lado de la ventanilla, por donde tendrían que salir los pasajeros en caso de accidente.
Era muy joven. No superaba el cuarto de siglo y posiblemente no fuera su primer viaje en avión, pero estaba claro que hubiese preferido tener a su nerviosismo sentado bien lejos de ella, al fondo del pasillo.
En una de esas leves sacudidas, mientras el piloto obtenía el permiso para descender, no se lo pensó dos veces y buscó tranquilidad sacando el brazo por el hueco entre los asientos. Palpó hasta dar con una mano cómplice para aferrarla con fuerza. Un chico, tan joven como ella, viajaba justo detrás, a mi lado. Aferró su mano y, sin hablar, supo cómo tranquilizarla. Una caricia, un leve apretón, bastó para decirle: “tranquila, estoy aquí”.
Los viajes también son eso, abrirse a lo desconocido, aunque asuste. A veces se tiembla, pero siempre hay alguien o algo a lo que aferrarse. Y solo así es posible descubrir lo fascinantes que pueden ser otros lugares aunque estén a diez o a diez mil kilómetros de ti. Lugares que están formados, a su vez, por gente que, en algún momento, también ha buscado esa mano cómplice detrás de algún asiento.
A punto de aterrizar comencé a pensar en algunas de las historias que había conocido durante el viaje que estaba a punto de terminar.

Sonreí al recordar a Francesca, una joven amante del arte y la literatura que, amablemente, me abrió su casa para pasar unos días inolvidables en Cagliari, la capital de Cerdeña. Sus cuadros, los libros repartidos por toda la casa, las fotos… Todo hablaba de su personalidad forjada por sus experiencias y viajes por todo el mundo.
Escuché de nuevo en mi memoria la voz de Antonia, una dominicana que llevaba más de treinta años en Olbia, una ciudad en el noreste de la isla. Había dejado su tierra, parte de su familia y amigos para empezar una nueva vida a miles de kilómetros de casa pero sin dejar de recordar ni un solo día sus raíces.
En una pequeña plaza en el centro de Olbia, justo al lado del puerto, pasaba cada tarde aquel señor mayor que disfrutaba compartiendo su pasión por el cine. Cuatro sillas, una tela blanca roída y un proyector, que bien podrían contar sus propias historias de un largo pasado, eran suficientes para hacerle feliz. Lo verdaderamente curioso era que él no miraba la película, se la sabía de memoria, sino que tenía los ojos puestos en los espectadores, quería sentir y vivir, también como espectador, la reacción del público al ver la película. Para él nunca cambiaba la historia en la sábana blanca, pero sí las caras de quienes se paraban delante de ella.
En Cala Gonone, una pequeña población rodeada de calas con un agua increíblemente transparente, conocí a una joven camarera de Milán. Había decidido cambiar los atascos, la multitud y el ruido por la tranquilidad y la brisa mediterránea de aquella zona al este de la isla. Conocía España y hasta se atrevió con el español con un curioso acento andaluz. La culpa la tenía, contó, un novio que había tenido durante su etapa de estudiante Erasmus en nuestro país.

Volví a pasear mentalmente por el atardecer dorado de Alghero. Entre sus callejuelas estrechas me había topado con la música de Camino, una joven catalana que, guitarra en mano, había decidido correr el riesgo de dar a conocer su música lejos de casa.
El avión volvió a dar una nueva sacudida cuando las ruedas tocaron el asfalto y comenzamos a frenar.
Vi cómo las manos de mis compañeros de viaje seguían unidas y solo se separaron cuando el piloto frenó del todo.
Mi viaje había terminado, quizá el de aquella joven pareja no había hecho más que empezar.