Poco antes de que los domingos fueran amargos habían vuelto a la casa del pueblo, donde solían pasar cada verano. Soledad había quitado las sábanas que cubrían los muebles, había limpiado las lámparas, cada una de las sillas del salón y la cocina y había hecho desaparecer el polvo de los libros. Se quedarían a vivir allí ya para siempre. Sonó el teléfono cuando estaba a punto de meter en el horno la tarta que hacía cada fin de semana y que, desde entonces, nunca ha vuelto a tener el mismo sabor.