Te recibe con una bienvenida férrea, robusta y elegante. A lo lejos, el mar de tejados rojos atracado a orillas de un río que nada tiene que envidiar al mar. Te acoge incluso antes de llegar, te tiende la mano con gratitud y generosidad. Porque eso es Lisboa: da tanto que es imposible devolvérselo. Es tradición y es historia; es modernidad y es cambio.
Lisboa es un amanecer de reflejos dorados. Son sus pasteles de nata recién horneados; es el aroma a café. Es sabor. Olor. Es color.
Lisboa son sus plazas, sus grandes avenidas y sus irregulares calles. Son sus adoquines que son uno y a la vez son miles. Es su decadencia. Son sus azulejos.
Lisboa es una invitación a perderse y hacerlo allí es donde la palabra cobra sentido. Es una taza de té entre millones de libros. Es perderse en el eclecticismo de una antigua fábrica reconvertida.
Lisboa es una mujer que te invita a cruzar una verja y a caminar lentamente hacia ese rincón escondido que es un palco con vistas espectaculares hacia un escenario único.
Es su Catedral que sorprende al bajar o al subir, de lejos y de cerca. Son sus minúsculas tiendas. Es su gente.
Lisboa es una farola tenue que ilumina lo más simple. Es un anciano que te mira y te sonríe cuando pasas junto a él. Es un niño que descubre la belleza como si fuera la primera vez.
Lisboa es el traqueteo de un vagón del tranvía 28 que fluye por las estrechas y empinadas calles de la Alfama. Es la voz de un fado que desgarra el atardecer. Lisboa es el día; es la noche.
Lisboa son sus historias. Es un paseo en el horizonte. Es un principio, pero, también, un final.
Es añoranza, es nostalgia. Lisboa es saudade.
Si queréis ver más fotos, podéis visitar mi perfil de Instagram.