—Buenos días. Adelante. Póngase cómodo —dijo el doctor Smith mientras, con la mano derecha, hacía un gesto para que Paul Anderson se sentara en el diván verde de piel—. Cuénteme —se colocó las gafas de cristales sin montura, se sentó tras su mesa repleta de libros y papeles y preguntó—: ¿cuál es su problema?
—Ochenta y dos.
—¿Disculpe? —Guardó unos segundos de silencio y mirando fijamente al paciente por encima de sus gafas continuó—: ¿cómo dice?—
—Ochenta y dos, doctor. Problema es igual a ochenta y dos.
—Me va usted a perdonar, pero no acabo de comprender muy bien qué quiere decirme.
—Como ve, no puedo dejar de sumar. Solo veo números a mi alrededor, operaciones matemáticas, sumas. Sumo. Sumo sin parar. A cada minuto, a cada segundo. ¡Sumo y sumo sin parar!
—Comprendo —respondió el terapeuta intentando disimular su cara de asombro—. ¿Y desde cuándo le ocurre esto? ¿Lleva usted mucho tiempo… —no encontraba la forma de terminar la pregunta y tras buscar rápidamente en su mente algún modo de no parecer insultante acabó diciendo— sumando?
—Siempre lo he hecho, doctor. Pero ahora ya es imparable.
En efecto. Lo llevaba haciendo desde pequeño. Siempre había sido un fuera de serie en clase. Los profesores se lo advirtieron a sus padres nada más comenzar el primer grado en la escuela South Valley, en el condado de Sherman, Oregon. «Este chico apunta maneras, señores», era una de las frases más repetidas siempre que iban a hablar con algún tutor o con el director del centro. Pero, en realidad, nunca fue diagnosticado como un niño superdotado. De hecho, no lo era. Era un chico normal al que, simple y llanamente, le gustaban los números. Se colocó convenientemente en el diván y siguió relatando su problema.
—Comencé sumando las cifras de las matrículas de los coches mientras caminaba por las calles de Grass Valley. Lo hacía cada vez más rápido. Al principio solo calculaba las de aquellos que venían de frente. A los pocos meses, también las de los que venían por detrás. Después quise ampliar el reto y a los dos anteriores añadí todos aquellos que estuvieran aparcados en las aceras del lado derecho. Y, cómo no, incluí a los estacionados a la izquierda. Dicen que mi cerebro es como una calculadora humana que, con el tiempo, ha llegado a resolver operaciones a una velocidad inimaginable.
No ahorró en detalles al explicarle que a los números de las matrículas se unieron después los números de teléfono de los locales. Tiendas, bares, restaurantes, talleres de coches —con sus respectivos vehículos con matrículas—, anuncios en cabinas de teléfono, supermercados…
El doctor Smith miró el reloj. Se acercaba el final de la consulta pero Paul Anderson aún tenía mucho más que contar.
—Cuando acabé el instituto ya sumaba, además, el número de ventanas que había en cada edificio. Y, al final de cada calle y en voz alta, decía el resultado de la suma de todas ellas —paró unos segundos que le sirvieron para tomar un poco de aire y continuó— pero, además, mientras caminaba, mi cerebro iba sumando al mismo tiempo las matrículas de todos y cada uno de los vehículos que pudiese haber allí estacionados.
Valorando la peculiaridad de aquel caso el terapeuta decidió parar unos segundos la conversación para pedir a su secretaria que cancelase su reserva en el restaurante al que iba a ir a cenar después de esta última cita. Aquel asunto le iba a llevar más tiempo del que él mismo podría haber llegado a imaginar. Volvió a fijar la atención en Paul Anderson y le pidió que continuase.
—Antes de entrar en la universidad para licenciarme en matemáticas —sus padres decidieron que era absurdo que un talento así se dedicase a las letras—, comencé a transformar las palabras en números y los números en resultados. No sé si me entiende, doctor. La “a” era el uno, la “b” era el dos, la “c” era el tres… Y así creé mi propio abecedario numérico, que me tortura a diario desde que me levanto hasta que me acuesto. Desde entonces hola pasó a ser treinta y seis, buenos días se convirtió en ciento nueve, gracias, en cincuenta y ocho…
Tumbado en el diván, mientras exponía su situación al doctor, y casi sin pretenderlo, calculaba mentalmente cada palabra que el doctor Smith decía, al tiempo que sumaba los títulos de cada uno de los libros que inundaban aquel despacho lúgubre situado en la planta quinta del segundo edificio de la acera izquierda de la primera calle entre las avenidas Murphy y Eureka.
—Necesito algo, doctor ¿Cree que esto tiene cura? —preguntaba una y otra vez ahora con los ojos cerrados para evitar caer en la tentación de seguir mirando los lomos de los libros de las estanterías.
Habían pasado más de cuatro horas ininterrumpidas de conversación y análisis cuando el doctor Smith decidió darle un consejo.
—Tan solo tiene que calmarse —y añadió—: Tengo una posible solución.
—Ciento treinta y cinco.
—Disculpe, ¿cómo dice?
—Ciento treinta y cinco. Solución es ciento treinta y cinco.
—¡Ah, sí! Entiendo. Relájese —dijo el doctor Smith susurrando desde su silla detrás de su escritorio. Y, tras unos segundos en silencio, sentenció—: Reste. Comience a restar.
—¿Perdón? —contestó Paul Anderson mientras abría los ojos como si alguna neurona hubiese provocado un cortocircuito interno en su cerebro—. ¿Restar? ¿Qué quiere decir, doctor?
—Hasta ahora lleva sumando toda su vida, ¿no es así? Pues a partir de ahora intente invertir el proceso. Reste. Justo al contrario. Volvamos al principio. Todo lo que hasta ahora ha sumado, tendrá que restarlo. Y así logrará cerrar el ciclo. ¿Lo comprende? Vuelva al principio.
Paul Anderson no supo qué responder. La recomendación del terapeuta, por extraña que pudiera parecer, provocó tal caos en su mente que ni siquiera fue capaz de sumar la palabra principio.