NARRACIONES

La memoria infinita

Mi marido enciende las velas de mi tarta de cumpleaños. Dejo que se consuman lentamente los números de cera roja y, al rato, acerco mi cara al calor que desprenden las diminutas llamas. Cierro los ojos y pido un deseo. Inhalo por la nariz y noto cómo el aire hincha mis pulmones, y cómo avanza hasta salir por mi boca.

El mismo ritual desde hace cuarenta y seis años. Lo único que cambia son las cifras. Aumenta la edad y con ella, la carga de recuerdos. Con los ojos cerrados, vuelvo a saborear aquel bizcocho de chocolate de mi décimo cumpleaños y, sin querer, mastico de nuevo los trozos de nueces machacadas. Ocurre lo mismo con las tartas de fresa y nata que un día estuvieron colocadas encima de esta misma mesa; con los pasteles de zanahoria o con las tartas de trufa que preparó mi abuela durante varios aniversarios, hasta que la vida le obligó a dejar de celebrar los suyos propios. Seis cumpleaños estuvieron exentos de dulces, pero revivo la amargura de aquellos días.

Entre los presentes no escucho a mi padre cantar el cumpleaños feliz, pero los ecos de su voz ondean mis tímpanos. Vuelvo a sentirme culpable por no haber llegado a tiempo a casa el día en que su corazón decidió no dar más avisos. Regreso a aquel catorce de diciembre y siento el mismo dolor agudo en el pecho.

¿Cuánta información puede llegar a almacenar nuestro cerebro? Soy Marta Garrido y desde 1980 recuerdo hasta el más mínimo detalle de aquello que he vivido. Con pelos y señales. Los olores, los sabores, si hacía frío o calor cuando sucedió; recuerdo incluso los sonidos, como si los estuviera escuchando en este mismo momento, y hasta los sentimientos que me produjo una u otra vivencia.

Hay veces que quieres olvidar; que necesitas olvidar. Pero no puedes. Bueno, yo no puedo. Dicen que tengo un don; que soy una privilegiada. Privilegiados son aquellos que recuerdan lo que quieren recordar. Una tortura. Eso es lo que es.

Cuando cumplí diez años, mis padres decidieron venir a esta casa. Los neurocientíficos dicen que abandonar radicalmente nuestra anterior vida fue un trauma para mí; algo así como un despertar de mi mente que, desde entonces, no ha vuelto a permitirse un receso. Vive, almacena y recuerda. De forma automática. Imparable. Sin control.

Abro los ojos y escucho los aplausos. Mis sobrinas gritan que quieren hacer una foto; dicen que para inmortalizar el momento. Todos sabemos que la imagen digitalizada en su teléfono móvil acabará desapareciendo, como la mayoría de las fotografías que hacemos. Todo son megabytes y píxeles, pero no tienen nada de real. Son efímeras, como las estaciones del año y, para la mayoría, como los recuerdos. Ya ni siquiera se imprimen en papel. O conservas la imagen en tu memoria, o estás perdido. Una pena para muchos; un alivio utópico para mí.

La primera foto que recuerdo fue en 1973, siete años antes de mi trauma. En realidad lo que recuerdo es el sonido del clic cuando mi padre disparó la Olympus que había comprado en uno de sus viajes a Japón.

Miro al objetivo del móvil de mi sobrina y en algún punto concreto de mi cerebro se dibuja ahora mi yo de tan solo tres años en una cuna de madera al lado de la cama de matrimonio de mis padres. La imagen, enmarcada, estuvo durante años en una de las paredes de mi habitación. Ya ni siquiera existe esa pared. Tampoco sé si se conserva la foto, pero aun siento el picor de aquel pijama de lana rosa que alguna vecina tejió y regaló a mi madre cuando, meses antes de nacer, sabían que lo que venía era una niña.

Desvío la mirada al cuenco de caramelos que alguien ha colocado sobre la mesa del salón, junto a la tarta y al resto de comida. Son pequeños, ovalados y de colores. Parecen pastillas. Me activan el recuerdo de lo que escuché esta mañana en la radio mientras preparaba el desayuno. Un psiquiatra de la Universidad de California, Joe Lynch, así lo presentaron, decía que estaban a punto de conseguir desarrollar uno de los experimentos que podría revolucionar la medicina. Según contaba, están testando una píldora milagrosa. Se trata de un suplemento de ampakinas, unas moléculas que estimulan la formación de recuerdos. Como si fuese lo más sencillo del mundo, explicaba que nuestro cerebro alcanza su máximo nivel cuando llegamos a la veintena y es, a partir de entonces, cuando comienza una caída libre hacia su propia oscuridad, como si del vagón de una montaña rusa que desciende a toda velocidad se tratara. Sube y sube mientras crecemos, alcanza su punto más alto y, entonces, comienza a caer, empicado, hacia el más profundo de los pozos perdiendo por el camino muchos de los recuerdos recopilados hasta entonces. Influyen parámetros diferentes en cada individuo, pero el fin del trayecto es el mismo para todos. Y es ahí donde está lo revolucionario y lo milagroso, decía. La pastilla en cuestión conseguiría que el vagón de la montaña rusa, en vez de comenzar a caer en un punto concreto, continuara subiendo y almacenando recuerdos sin dejarse nada por el camino. Con todo lo que eso supone, añado.

¿Una pastilla milagrosa?

Están locos.

Miro la tarta y observo las velas; consumidas, casi inexistentes. El fuego ha acabado con ellas y con la imagen que todos tenían de lo que eran hace tan solo unos segundos. El fuego acaba con todo. Bueno, con casi todo.

Estoy segura de que los que me rodean están intentando averiguar qué he pedido al soplar. Mi deseo vuelve a ser el mismo de cada año. Y lo seguirá siendo hasta que deje de recordar qué pedí la última vez. Solo entonces se habrá cumplido.

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