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Aquellas pequeñas cosas | Semana #3

Una serie

Decir que Paolo Sorrentino es Dios quizá sea exagerado. Pero decirlo después de empezar a ver El nuevo Papa, la continuación de El joven Papa, quizá sea un calificativo insuficiente. Cuando crees que no podía gustarte más una serie, empiezas a ver los nuevos episodios y te das cuenta de que las mentes brillantes nunca dejan de sorprenderte.

La interpretación de cada uno de los actores y actrices que integran esta nueva locura del Dios Sorrentino es brillante. Por eso es fundamental verla en versión original.

Una conversación

Esta semana estuve en el Espacio Fundación Telefónica de Madrid escuchando la conversación entre el escritor y editor Peter Kaldheim y el fotógrafo Alberto García-Alix. Kaldheim presentaba El viento idiota, su libro de memorias. Los dos, a pesar de sus diferencias, coincidieron en muchos aspectos que me hicieron pensar mucho en la supervivencia y en la importancia de las segundas oportunidades.

El viento idiota FLG

Un libro

Intento huir de los “premios” literarios porque, en muchos casos, sabemos cómo funcionan. A pesar de ello, como si de una dependencia se tratase, necesito leer y releer a algunos autores. Y uno de ellos es Manuel Vilas. Aunque nada en Alegria supera a lo impreso en cada página de Ordesa, su anterior novela, también aquí hay puñales que acaban por desgarrar hasta las pieles más duras.

Y, como siempre, a pesar del dolor, de las dificultades, de la tristeza, la melancolía o de las ansiedades más oscuras, existe la belleza. La belleza y, sí, también la alegría.

El poeta José Hierro escribió: «Llegué por el dolor a la alegría». También, Vilas.

Libro Alegría FLG

Del libro me quedo con cosas como estas:

“Hay que estar siempre preparado para las mayores decepciones que quepa imaginar; y dentro de esas decepciones hay que hacer sitio a la alegría, sí, a la alegría”.

“Un padre nunca comunica su miedo a un hijo”.

“El tiempo puede medirse, el dolor no”.

“Tenemos miedo a hablar de lo que nos da miedo”. […] “Ahora me arrepiento de ese miedo. Siempre el miedo. Eternamente el miedo.”

“Estar todo el rato en el mismo sitio te obliga a ser alguien, a ser una identidad conocida. Si viajas, estás viajando constantemente, no te queda tiempo para pensarte a ti mismo, te quedas vagando en las ciudades, en los andenes, en las carreteras, en los aeropuertos, en los sitios más inhóspitos. Tu identidad se derrite, y entonces descansas. Por eso viajo, para no recordar que tengo un nombre, para no cargar conmigo mismo”.

F.

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La historia interminable

9 enero 1984. Mañana en el parque.

¿Por qué decidió Susana ir al parque ese lunes de enero? Quizá aquella Navidad había sido un cúmulo de excesos y falsas apariencias. Lo habitual. Puede que estuviera harta de estar rodeada de gente aunque, pensándolo bien, quizá un parque como el del Retiro en Madrid no fuera el lugar más indicado para citarse con la soledad. De todos modos, a veces uno se siente más solo cuanto más rodeado está de gente. Pero, ¿sería ese parque? ¿Sería Madrid?

¿Haría frío esa mañana? ¿Qué abrigo llevaría puesto? Y, ¿de qué color? Podría ser marrón, negro o, por qué no, rojo; aunque imagino una escena en sepia o en blanco y negro, con sus luces y sus sombras, como esas postales con fragmentos de vida de principios de siglo congelados en el papel.

¿Era Susana todavía una niña o, tal vez, ya una mujer? Seguro que ella no seguía la moda de la ropa multicolor o los cardados que marcaba la época. Ella sería elegante y preferiría el pelo corto, como el de aquellas actrices de las películas de cine francés que, seguro, solía ver.

No sé si estaba enamorada o no; si echaba de menos a alguien o si prefería pasear sola, como aquella mañana. Tampoco conozco si le gustaba bailar, si disfrutaba con la música clásica o, tal vez, con el sonido de las teclas de un piano o el de los pellizcos a las cuerdas de un violín.

Podría seguir eternamente imaginando quién y cómo era Susana y quizá nunca llegue a saber nada de su verdadera historia. De lo que estoy seguro es de que le gustaba pasar horas leyendo. Una prueba evidente es que aquella mañana en el parque había decidido comenzar a leer un nuevo libro.

11 septiembre 2017. Tarde en la librería.

Estaba allí. Lo encontré mientras leía uno a uno los títulos en los estantes de una librería de segunda mano. En cuanto vi los colores de la portada me di cuenta de que era exactamente el mismo libro que había leído a ratos en uno de aquellos veranos interminables de mi infancia. Ni siquiera era un libro prohibido, pero recuerdo perfectamente que lo leí medio a escondidas. Me lo llevaba a una habitación oscura al fondo de un largo pasillo como si temiera ser descubierto y, unas páginas después, lo devolvía al mismo sitio. Exactamente igual que el ladrón que, para no ofrecer pistas, deja todo tal y como se lo encontró antes de cometer el delito.

Aquel libro era de mi tío. Es, porque sé que aún lo conserva. Me hacía ilusión tener el mío propio así que lo cogí de la estantería. En cierto modo, era como recuperar parte de mi infancia. Pero lo más emocionante llegó justo después. Al abrirlo por la primera página supe que había encontrado algo más que un simple libro.

¿Sabéis qué había empezado a leer Susana aquella mañana de enero de 1984?

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(¿)Todo está escrito(?)

Mi intención era pasar la tarde escribiendo en una cafetería que ha reabierto después de pasar un par de años cerrada. Un inesperado cierre que pilló a muchos por sorpresa, casi igual que su reapertura. Es uno de esos locales míticos de Madrid con barra y mesas de mármol, lámparas de época y decoración en madera barnizada de tiempo, recuerdos e historias.

Precisamente una de esas historias ronda mi cabeza desde hace un tiempo y deseaba salir de algún modo esa tarde. Convertirse, quizás, en frases con algún tipo de orden y sentido. Pero no iba a ocurrir allí. El camarero, muy cortés, respondió a mi pregunta: “No, de momento a esa zona con mesas bajas solamente se puede pasar si va al comedor. Más adelante se servirán también cafés ahí”. A mi historia y a mí no nos quedó más remedio que buscar otro lugar.

Mientras el camarero del nuevo local preparaba el café detrás de la barra yo pensaba en cuántas historias habrían surgido en aquel primer lugar, y en éste otro en el que había acabado. Y sobre qué hablarían. Hay tantas historias como personas. Bueno, en realidad, diría que son más las historias. Eso hizo preguntarme si, de algún modo, (¿)todo está ya escrito(?). Cada historia es única, sí, pero el trasfondo, lo que conllevan, su germen, en definitiva, de lo que hablan suelen ser campos de cultivo similares de los que brotan esas historias.

Por recomendación de una amiga amante de las historias como yo, decidí llevarme esa tarde el libro Las incertidumbres, de Jaume Cabré. En uno de sus capítulos el autor reflexiona precisamente sobre esto y dice: “¿La realidad cambia constantemente? No lo tengo claro. Cambian las circunstancias, pero la persona es igual que en la época homérica. En aquellos tiempos no había móviles, ni macdonalds, ni agentes de seguros. Pero había envidia, amor, orgullo, generosidad, cobardía”.

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