Tan solo quería una tableta de chocolate.
-¿Perdón?- Le dije cuando escuché su voz.
-¿Podrías alcanzarme esa tableta de chocolate, por favor?
Esa fue su pregunta a modo de respuesta a mi pregunta anterior. Y siempre con una enorme sonrisa.
En décimas de segundo y antes de que mi cerebro lanzara un mensaje al resto de mi cuerpo para iniciar el movimiento, me di cuenta de que sus manos estaban totalmente arqueadas, inmóviles, exactamente igual que el resto de su cuerpo de cintura para abajo. Aquel hombre iba en silla de ruedas y solicitaba mi ayuda para poder coger una tableta de chocolate de una de las estanterías del supermercado en el que yo había aterrizado hacía tan solo unos minutos con mil historias dando vueltas en mi cabeza. Tantas, que ni siquiera había prestado atención a todo lo que había a mi alrededor. Y no lo hice hasta que aquel hombre me llamó.
Me agradeció el gesto y volvió a sonreír. Me despedí de él, pero a los pocos segundos volvió a solicitar mi ayuda.
-Me he equivocado, perdóname –me dijo-. No es esta la tableta que quería, sino esa otra –añadió intentando señalar la ubicación del producto con una de sus deterioradas manos-.
Intercambiamos una por otra. Volví a colocar la primera tableta en la estantería y la segunda en la bolsa de tela que llevaba colgada de su silla. Me ofrecí a acompañarle a hacer su compra. Le expliqué que no tenía ninguna prisa y que podría hacerlo y ya más tarde, cuando hubiésemos acabado, me pondría yo con mi lista. Pero dijo que no, que tan solo necesitaba eso y alguna otra cosa que él ya había cogido. Me dio las gracias y con una amplia sonrisa y una cara que irradiaba optimismo me dijo:
-A la vida hay que ponerle lo dulce, que lo amargo viene solo.
Fue un golpe de realidad tan fuerte que en ese preciso momento sentí como si una avalancha de nieve me hubiese dejado sepultado por completo entre las estanterías del supermercado.