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2020: las cosas que me salvaron

Los libros. Siempre. Sin saber la que se avecinaba, el amanecer en La Gomera. El Atlántico. Las calles de Oporto. Su luz. Portugal siempre me salva. El océano, de nuevo. Taxi Girl. El teatro. Una sombra de ojos pirata poco antes de que el barco empezara a naufragar. Y a partir de ahí: las acuarelas, las mañanas-tardes-noches-madrugadas de lecturas, cocinar y disfrutar de los platos, sus platos. El vino, las tardes junto a la ventana y las miles de horas de sol en el balcón. El yoga. Mis vecinos. El primer aplauso. Salir para trabajar también me salvó. Mis compañeros. Las llamadas. Las voces. Sus voces. Los vídeos. Reír. De nuevo, los libros. Tan poca vida. El cine en casa. El cine en el cine. Las series. Harper/Caitlin y Fraser. Las librerías. La biblioteca. Arte Compacto. Los diarios de X. Las flores. La Quinta de los Molinos. El Museo Del Prado. El Reencuentro: y no solo el del museo. El verano. El calor. Mi abuela. Mi abuelo. El pueblo. El río. Una vez más, los libros. La bicicleta. Las calles empedradas de Peñíscola. Su luz a las 21:25h. El Mediterráneo. Los faros. Las olas. Las huellas en la arena. Las puestas de sol. La hora menos en Portugal. La piscina entre olivos. Extremadura. Y, de nuevo, el Atlántico. Costa Nova. Sus casas de colores. Las moras. La luz al oeste del oeste. Madrid. Su cielo. El reflejo de la luz en sus calles mojadas durante la noche. Las plantas. Hasta IKEA me salvó. Los Pirineos. La música. Tanta música. El otoño. El olor de los libros. Las frases subrayadas. Ciudad Rodrigo. Volver…

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Y aquí estoy, con la mirada fija en todo lo bueno que vendrá y que, por mucho que se empeñe la “niebla/humo/llamémosle X”, nunca podrá ocultar del todo.

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Museo del Prado. Interior. Noche

Me gusta perderme en el Museo del Prado. Lo hago con bastante frecuencia, pero pocas veces he disfrutado tanto como aquella.

Era sábado. Diez de la noche. A su alrededor, las calles estaban tranquilas, vacías. Parecía que también las hubiesen cerrado ya al público. Paseé durante unos minutos por fuera, frente al edificio, como si estuviera hablando con él. Y, entonces, me invitó a pasar dentro.

MuseoDelPrado FLG

No era una noche cualquiera para el Museo del Prado. Tampoco para mí. Pero eso lo supe más tarde.

En cada una de mis visitas pensaba en cómo sería pasear solo por aquellos pasillos repletos de obras de arte. Eso que muchos hemos imaginado millones de veces fue exactamente lo que pasó. Me habían invitado a asistir a varios conciertos que el Festival Internacional de Arte Sacro celebraba allí. Pude entrar antes de que todo empezase. Después de atravesar los arcos de seguridad de la entrada y dar mis datos escuché un «¡Bienvenido!», que era como un paquete de regalo envuelto con mucho cuidado. Solo tenía que tirar de una de las puntas del lazo y abrirlo para disfrutar de él.

No se escuchaba nada. Las luces, como las de las calles, iluminaban de forma tenue la recepción y los pasillos más próximos por los que comencé a caminar siguiendo a uno de los vigilantes de seguridad al que dejaba que se adelantase para poder quedarme solo mientras me guiaba por las salas.

Sentía que los cuadros, las estatuas, los tapices eran los que me miraban, como si quisieran decirme algo. Cada uno de mis pasos resonaba entre las paredes y el techo; el sonido de nuestra presencia se colaba de sala en sala, subía y bajaba las escaleras; mi reflejo se imprimía en los cristales de las vitrinas y los ventanales… Paseaba frente a Tiziano, Velázquez, Goya; sentía la energía de Rafael, de Rembrandt; saludaba tímidamente con la mano a Murillo, a Van Dyck… De pronto, escuché una voz, cada vez con más fuerza. La seguí, como un metal imantado. Rocío Márquez ensayaba frente a Rubens, le hablaba cara a cara. El color de su voz se fundía como pinceladas de óleo en cada uno de los lienzos.

En silencio, parado ante aquella belleza, me limité a escuchar. Deseé que aquel momento durara para siempre.

Y, claro, tuve que contarlo. Si os apetece, podéis ver el reportaje que hice sobre aquella experiencia aquí.