Hace justo una semana estaba poniendo el árbol de Navidad en casa.
Siete días. Han pasado siete días y, mire donde mire, hay algún punto de purpurina. En el respaldo de una silla, en la planta que hay sobre la mesa del salón, en el cojín pequeño al lado izquierdo del sofá, en la cinta de la persiana, incluso en la persiana. ¡Por fuera! Incomprensible. Totalmente incomprensible. Podría decir que no existe material más indestructible que la purpurina si no fuera porque no es verdad. O quizá sí.
Importa poco que hayas pasado tres veces la aspiradora, siete la mopa o si te has tirado de rodillas al suelo para, una a una, recoger cada diminuta mota de brillo que, misteriosamente, ha inundado la casa.

Nota mental: cuando cogiste aquella estrella decorativa rebozada en brillo cual filete empanado jamás pensaste que vivirías entre diminutas motas doradas el resto de tu vida. Pero ahora te das cuenta de que quizá la estrella tenía que haber sido simplemente dorada, sin purpurina, ese mal ancestral.
Hace siete días me lavé las manos hasta eliminar alguna capa de la piel. Estoy seguro. Aun así, allí seguían. Fijas. Inmóviles. Puntos brillantes jugando entre las líneas de las huellas dactilares. Como si cada dedo se hubiese convertido, por sí solo, en un árbol de Navidad, con sus luces y sus adornos. Y ahí siguen. No en las manos, solo faltaría, pero sí en los lugares donde jamás pensarías que podría llegar la purpurina. Estás leyendo un libro en tu cama y, misteriosamente, al pasar la página, descubres tres puntos dorados entre los párrafos segundo y tercero. Miras entonces al techo como para lamentarte de su constante presencia y descubres que, al lado de la lámpara, hay otros cuatro o cinco. ¡Es imposible! Si árbol está en el salón, ¡¿cómo han llegado hasta allí?! Vas al baño a lavarte los dientes y, desafiantes, dos luciérnagas de plástico inmortal te miran desde la toalla. Intentas retirarlas con el mayor de los cuidados pero irremediablemente se instalan de forma estratégica entre tus dedos donde sobrevivirán, aunque no quieras, durante horas, días, meses… Ellas tienen el control.
Conociendo su capacidad de supervivencia, ahora con los años pienso que quizá alguna de estas motas me haya perseguido desde de mis clases de Plástica en Primaria. Aquellas en las que vaciabas botes de purpurina multicolor sobre una cartulina para diseñar la postal navideña más original posible.
Hace siete días deseé ver el árbol instalado. Con sus luces y sus bolas. Hace exactamente siete días lamenté también tener el árbol instalado. Con sus luces, sus bolas y la estrella con purpurina. Pero llega la Navidad. Hacía muchos años que no decoraba un árbol y tenía especial ilusión por hacerlo. Ahora, no pienso en otra cosa que en el día que tenga que desmontarlo. No sé si será mejor quitar la estrella lo primero o dejarla para el final.
Hace siete días que llevo recogiendo puntos brillantes por donde quiera que vaya. Esta mañana me he levantado con miedo a que, al salir de entre las sábanas, un ejército de puntos me estuviera esperando tras la puerta de la habitación. He salido con cautela al pasillo; he entrado en el baño casi de puntillas para no hacer ruido. No he visto ninguno. Ni en las manillas de las puertas, ni en las paredes, tampoco en la toalla. Nada en la cocina. Tampoco entre mi ropa. Nada. Pensé que habían desaparecido pero cuando he bajado a hacer la compra, la dependienta me ha mirado con una expresión de maternal ternura y ha sentenciado: “¡Uy, tienes una cosa brillante en la nariz!”.
Me rindo.