La niebla acariciaba los prados y hacía que el paisaje fuese más acogedor. Giré con el coche a la derecha en un desvío y conduje siguiendo una carretera en la que no llegué a cruzarme con nadie durante todo el trayecto, de unos pocos kilómetros. Era una de esas carreteras que no pueden considerarse ni siquiera secundarias pero que llevan a lugares a los que no llegan ni las mejores autopistas de peaje.
Al llegar al final, la niebla había desaparecido y las vistas eran espectaculares. Apagué el motor y me bajé del coche.
Silencio.
No hay nada mejor que perderse en los lugares más recónditos y más solitarios para encontrar espacios donde sentirse realmente vivo.
Caminé hacia el final del trayecto que, al mismo tiempo, era el principio de otro.
Aunque suene a contradicción, los faros son uno de los mejores lugares para perderse, a pesar de que se utilizan precisamente para que eso no les suceda a quienes buscan su luz para guiarse.
Asturias ha sido, en los últimos días, un lugar perfecto para perderme. Y al perderse, uno descubre que la felicidad está en los sitios más simples y dispares.
Descubrí que está al otro lado de esta ventana, donde una artista que había estudiado en Salamanca, mi tierra, sigue con la tradición de su padre pintor.
También está entre la maraña de cuerdas de quienes salen a faenar cada mañana y vuelven cuando el mar se ha tragado el sol.
Está en las historias de un pasado de esfuerzo y trabajo incesantes.
Y en las manos arrugadas que dan vida y color a pueblos que se resisten a desaparecer y a ser olvidados.
Asturias es, sin lugar a dudas, un buen lugar para perderse.